miércoles, 9 de febrero de 2011

EL OTRO CAMINO INGLÉS


     El de los Ingleses, es un Paseo sin fortuna. Sin duda, cuando más la acarició fue cuando su manejo estuvo, precisamente, en manos británicas. Eran los primeros años de apertura del hotel Victoria, y el de la euforia de las vías  ferrocarril reduciendo distancias, y las autoridades locales no vieron con malos ojos que una zona despoblada fuera, en la práctica, dominio de un establecimiento que, con regularidad, traía extranjeros a Ronda, algún trabajo para sus habitantes, y si no mucho dinero, que en manos inglesas persistía el de los alojados, sí un renombre que nunca podía ser malo para la ciudad.
     Debió ser en este tiempo, el segundo camino inglés, el pequeñito;  sin las asperezas ni con la necesidad de matarse salvando cimas y peñascos, como el que iba desde Gibraltar a nuestra escondida Ronda, pero tan de descubrimiento como éste.  Un paraíso en la tierra para poetas, dibujantes, músicos, artistas y diletantes de ignotos  parajes. Un edén perdido en este finisterre que todavía era Ronda.
     Pese a todo, es un paseo que recibió en los postreros tiempos poco cariño de los rondeños; ya fuera  porque nunca  estuvo permanentemente abierto,  ya porque la poca altura de su muralla levantara un poco de temor, o porque el abandono de su trayecto tampoco invitaba mucho. Su últimas mejoras han levantado un mar de críticas. Puede parecer razonable el enlosado, si es que los elementos atmosféricos hacían presa constante en su suelo, desbaratándolo; más dudas deja su modernista y geométrica ornamentación, muy lejos de lo que pide el entorno.
   Pero no quería referirme a eso. Ya desde la mitad del camino, donde las ramas ateridas de un árbol sin hojas esperan un vestido de la primavera, se divisan otras lindezas que claman al cielo, y seguirán clamando, puesto que anudan disparates de todas las épocas: toda la cornisa del Tajo, tras el Victoria, al mismo borde, se ofrece arrebujada de ennegrecidos bloques de viviendas que tienen su acompañamiento destructor en otros sin ninguna armonía de más abajo; a la vista, hacia acá,  quedan esos establos, horadados en la roca que nadie se explica cómo llegaron, ni por qué no desparecen. Y no miremos a nuestros pies, por donde acaba el paseo, si no se quiere contemplar, atónito, un sinfín de piscinas, de agudos colores, para que se noten, que le ha nacido al valle como por ensalmo, con intención de no dejarlo jamás.
  
  
   

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