jueves, 30 de enero de 2020


DE LEYENDAS QUE ESTÁN VIVAS LES CONTAMOS

      A estas horas de una cálida mañana, con un cielo deslumbrante de azul que  daña la vista, libre de nubes,  nadie diría que es enero, el  que  con su zurrón pleno de fríos, de hielos y otros gélidos y apabullantes elementos, a otros escenarios acostumbra a mostrarse, huraño y dispuesto a que temblemos lo que no está escrito.
            A lo suyo sí que va, concienzuda, terne, y sin el menor atisbo de duda, esa cabra payoya, de las bravías de Montejaque y de las grazalemeñas sierras, que, como las demás, no tira al monte sino a nuestro formidable Tajo, aunque este, cierto es, mucho tenga de risco, entre miríadas de cualidades más. Tan sorprendente es el animal, como para haber dado ya, o eso creemos, pie a un leyenda, más de admirar por estar ella ahí, a nuestra vista, si se la persigue.
            Allá por comienzos de 2017, queremos recordar, nos ocupábamos en un libro de Editorial de la Serranía, del infatigable José Manuel Dorado, de titulo Ronda de leyendas, de la que había ido tejiendo en unos años esta cabra, pues algunos recorridos llevaba su andadura ya, la cual, por propia voluntad, sin  pastor, caramillo al que obedecer, rebaño en el que a gusto triscar, ni aprisco donde reposar, como un moderno eremita, a remedo de los que dieron humano aliento a la Virgen de la Cabeza o a los Descalzos Viejos, enclaustrado se había a la parte más cercanas a esos hitos monásticos de nuestro pasado.
            Parte de su desconocida aventura sería detectar cómo vino a parar a terrenos del rondeño abismo. Se cuenta que, por estar moribunda, desterrada fue de su piara, para no alarmar a las demás y que en soledad muriera;  y, también, que, en realidad, lo que ocurriera es que nadie más que ella fue la que se propuso  abandonar al rebaño en descuido de su cabrero. Como tales hechos sucedieron fuera del ámbito del Tajo, tampoco noticias hay de la forma en que llegara allí. Pero, en cualquier caso,  lo que cierto es que no por las rendijas fracturadas de la historia, como la mayoría de las leyendas, se coló la suya, sino que, en cambio, se forjó sin otros elementos ulteriores, que los propios aportados por ella.
            Con una muerte pronta, es posible que lo que era ya leyenda urbana, aunque siguiera siéndolo, contuviera a partir de entonces más paja que mieses, más prosa que versos, algo que muchos nos temíamos estuviera sucediendo tras un tiempo sin divisarla, ni nosotros ni la legión de admiradores que cotidianamente con la ilusión de contemplarla y hablar de ella y su historia, hasta las abruptas laderas próximas al Asa de la Caldera se llegaban por donde solía mostrar con frecuencia su caprina presencia, casi besando los muros del Paseo de los Ingleses, un poco a regañadientes, no fueran a apresarla,  y perder su preciada libertad, tan a pulso conquistada.
            Un rotundo mentís a la posibilidad de haberse mudado a ultraterrenos pastos, ha dado estas últimas semanas el escurridizo y astuto animal, dejándose ver de nuevo, y, hay que decir, con cierto aire de desafío para los más incrédulos, surgiendo como un atractivo más de los muchos que ofrece el precipicio, dejándose retratar con mayor solicitud que antaño y mostrando que ni siquiera persistentes sequías, desaforados calores o tremendas gotas frías,  han  afectado a su robustez y estupenda estampa serrana.
 Pese a que se crea lo contrario, no es un permanente soliloquio el que mantiene en su retiro, pues para eso tiene en su mismo abisal hábitat a canoras avecillas,  mudables céfiros o raras flores y plantas entre las breñas, que le prestan abrigada compañía; pero que, sin embargo, para más disfrute y solaz,  muy últimamente, al caer la tarde, cuando todo calla ante la llegada de las primeras sombras, nos dicen los que están atentos a sus sigilosos desplazamientos, que, sin que falten un día, se la ve en petit y apretado séquito en unión de dos montesas de luengos e intricados cuernos, que aprovechando toda esa quietud, desde pinas alturas, donde moran, descienden.
Más nos gustaría saber para contarlo de esta payoya, a la que puede que su sangre, la de sus ancestros, empuje a recrear tiempos menos angustiosos para el abismo, cuando todo en él, en nuestro Tajo, era rural, campestre, llenos de diminutos bosques, hazas labrantías y senderos  por las que transitar, con pocas viviendas que no fueran las de los que roturaban sus tierras, y el tenue culebreo del Guadaleví, libre de tantas deplorables y patéticas piscinas como ahora hasta sus márgenes se acercan.  
             
           
               

             

miércoles, 22 de enero de 2020

LA LLAMADA DE LAS CINCO

       Con obcecada insistencia, sin faltar una noche, a eso de las cinco, una llamada invisible que nunca falta, que no suena pero que alerta a algún recóndito lugar de mi cerebro, calladamente me avisa de que mi ración diaria de sueño ha finalizado, que está caduca, y que espabilarme es lo mío. A esa puntualidad cotidiana, misteriosa precisamente por acudir cada noche en mi busca, a idéntica hora, a la que no hallo una explicación plausible, más allá de intentar durante unos minutos explicar su origen -si es que lo tuviera, que debe tenerlo, aunque no lo hallo- por consabida ya, deja de preocuparme enseguida. Otro interés más real, menos escondido en las profundidades de lo que no sabemos, viene a ocupar su lugar. ¿Qué hago ahora que la panacea del sueño es una pura entelequia?¿Me levanto o me quedo en vela, oyendo de vez en vez, las campanadas del viejo reloj centenario de pared, segoviano, contándome el paso del tiempo, hasta que alumbre el nuevo día?
       Son frías las mañanas de este invierno, que si ha tardado algo en desperezarse, lo ha hecho con fuerza de juventud, pues no ha hecho más que nacer. La blancura de las heladas alfombrando tejados y vehículos, y las montañas con gabán blanco, cuando la temprana luz de la mañana deja ver, es su mensaje de que es enero, y casi como los de antaño; que pese a todos los cambios climáticos que soportamos, una leve esperanza queda de que los inviernos puedan aún hacernos temblar de frío y los veranos hacernos sudar sin matarnos de calor. El caso es que temeridad es abandonare sin más a estas horas el tufillo de tenue y ardorosa tibiedad que desprenden las sábanas; un cálido refugio que aísla y protege, casi maternal. De dejarlo, la alternativa más a la mano,  sería el de cambiarlo por el calor artificial de un brasero, al que, políticos y estafadores, han puesto el disfrute de su actividad antañona por las nubes. De tal forma que para los pobres, (no los de tener nada de nada, que son mayoría, sino los que le preceden en esa escala de miseria) se enfrentan al dilema: ¿me caliento o como? Solo y con apuros una de las opciones queda a su alcance.
          Afortunadamente, no es mi caso que manejo ventajas y desventajas de levantarme o quedarme donde estoy, bien arropado y sintiendo que el calor, sin gasto alguno, me envuelve y acaricia. Lo más sensato, o eso creo, es lo que hago, permanecer al abrigo de edredones y sábanas, casi embalsamado por su prieto abrazo. Estas sombras, naturales, no son dañinas como suelen ser las del espíritu. Eso es lo bueno; lo malo, que con la prolongada inactividad corporal, no tardan demasiado en agolparse los pensamientos en tu mente, con tal voracidad e insistencia los que más preocupan, que nunca faltan, que en un santiamén, desembarazado de tibiezas, calores y perecederos refugios, te hallas en pie, algo para lo que aún le queda un largo trecho a la mañana, muchos pestillos y zaguanes que vencer.