miércoles, 22 de enero de 2020

LA LLAMADA DE LAS CINCO

       Con obcecada insistencia, sin faltar una noche, a eso de las cinco, una llamada invisible que nunca falta, que no suena pero que alerta a algún recóndito lugar de mi cerebro, calladamente me avisa de que mi ración diaria de sueño ha finalizado, que está caduca, y que espabilarme es lo mío. A esa puntualidad cotidiana, misteriosa precisamente por acudir cada noche en mi busca, a idéntica hora, a la que no hallo una explicación plausible, más allá de intentar durante unos minutos explicar su origen -si es que lo tuviera, que debe tenerlo, aunque no lo hallo- por consabida ya, deja de preocuparme enseguida. Otro interés más real, menos escondido en las profundidades de lo que no sabemos, viene a ocupar su lugar. ¿Qué hago ahora que la panacea del sueño es una pura entelequia?¿Me levanto o me quedo en vela, oyendo de vez en vez, las campanadas del viejo reloj centenario de pared, segoviano, contándome el paso del tiempo, hasta que alumbre el nuevo día?
       Son frías las mañanas de este invierno, que si ha tardado algo en desperezarse, lo ha hecho con fuerza de juventud, pues no ha hecho más que nacer. La blancura de las heladas alfombrando tejados y vehículos, y las montañas con gabán blanco, cuando la temprana luz de la mañana deja ver, es su mensaje de que es enero, y casi como los de antaño; que pese a todos los cambios climáticos que soportamos, una leve esperanza queda de que los inviernos puedan aún hacernos temblar de frío y los veranos hacernos sudar sin matarnos de calor. El caso es que temeridad es abandonare sin más a estas horas el tufillo de tenue y ardorosa tibiedad que desprenden las sábanas; un cálido refugio que aísla y protege, casi maternal. De dejarlo, la alternativa más a la mano,  sería el de cambiarlo por el calor artificial de un brasero, al que, políticos y estafadores, han puesto el disfrute de su actividad antañona por las nubes. De tal forma que para los pobres, (no los de tener nada de nada, que son mayoría, sino los que le preceden en esa escala de miseria) se enfrentan al dilema: ¿me caliento o como? Solo y con apuros una de las opciones queda a su alcance.
          Afortunadamente, no es mi caso que manejo ventajas y desventajas de levantarme o quedarme donde estoy, bien arropado y sintiendo que el calor, sin gasto alguno, me envuelve y acaricia. Lo más sensato, o eso creo, es lo que hago, permanecer al abrigo de edredones y sábanas, casi embalsamado por su prieto abrazo. Estas sombras, naturales, no son dañinas como suelen ser las del espíritu. Eso es lo bueno; lo malo, que con la prolongada inactividad corporal, no tardan demasiado en agolparse los pensamientos en tu mente, con tal voracidad e insistencia los que más preocupan, que nunca faltan, que en un santiamén, desembarazado de tibiezas, calores y perecederos refugios, te hallas en pie, algo para lo que aún le queda un largo trecho a la mañana, muchos pestillos y zaguanes que vencer.





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