viernes, 7 de marzo de 2014

CUANDO EXISTÍAN DOS CIUDADES EN UNA



     En una ciudad peculiar, Zaide, como es la que nos cobija, con tamaños despeñaderos fragmentando la meseta a la que se abraza para mantenerse con un cierto aire de respetabilidad, con tantas cuestas y riscos, hubo un tiempo en que fueron dos y no una como hoy, y no sólo por situarse por orientación de  toponimia a un extremo y a otro del abismo, que eso más que diferenciarlas las unía, sino que cuando hubo lugar a la búsqueda de una expansión sin merma de su integridad, se produjo la escisión pero en otro sentido que en el geográfico: en el del grupo de moradores que ocupaban el conjunto de unas y otras viviendas.
        En las prístinas, las de más sabor, alcurnia y prestancia, las de más antigüedad e historia, que nunca habían llegado a perder su condición aristocrática, gobernaban con sabor feudal la pequeña nobleza aquí establecida, que persistió durante años aureolados con el aire conquistador de sus antepasados, cuando ya no había nada que conquistar y sí mucho que ceder en beneficio de una menor desigualdad social, que nunca sino por circunstancias imprevistas, y no por convencimiento llegaría a producirse.
           En las que alejadas del suelo que atiborraban escudos heráldicos y filigranas en las  fachadas de piedras, empezaron, humildes, a elevarse al otro lindero, en el otro extremo del precipicio, no hay que decir, la habitaron gente de la misma condición modesta que el de las viviendas: artesanos, arrieros, y tenderos con pocas pretensiones de ascenso social que no fueran la de ganarse la vida. Metafóricamente, la construcción del puente, más tarde,  soberbio y mediador, pudo servir desde el principio para además de salvar pétreos obstáculos e ingentes vacíos, acercar estamentos, clases sociales; pero no fue así, aunque de ello se encargaría derribando unas fortunas y encumbrando otras, el paso conciliador de los siglos.

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