viernes, 7 de febrero de 2014

LA MEJOR DE LAS EPIFANÍAS.



      Por estos vastos predios meridionales, casi africanos, pocas epifanías celebra el devenir de las estaciones tan fastuosas como la del advenimiento de la flor al almendro, que revienta de esplendor, sin ceder un año, por estos días, certera y primorosa, cualquiera que sea la temblorosa faz  del tiempo, inclemente o benigno. Es por demás, como pudiera ser el olivo, un  símbolo que amalgama muchas de las desconocidas virtudes que atesoran los habitantes serranos con los que, desde siglos convive, soportando calamidades, abandonos y desprecios de unos y de otros, sin merma, pese a todo, de una voluntad inquebrantable de no dejar por nada del mundo unas tierras en la que los dioses pusieron su mano.
      Como no pone reparos en crecer donde haga falta y le manden las circunstancias, casi siempre funestas, asombra  los insólitos lugares que por su timidez elige, al socaire de los olivos, o aferradas sus raíces a ignotas sendas que van a morir en el callado remanso de luz y color que son las laderas de nuestras picudas montañas. A veces, sin poner en riesgo su oculto ideario, también abandona los campos y vagabundea por la ciudad, sin exhibirse gran cosa y sólo para comprobar que su inesperado despliegue de blancura, tiene parangón con el ancestral que bañan a las viviendas. Y no es extraño, con esta filosofía, acompañado de otro espécimen de autóctono suelo y caprichoso trono, la ruda chumbera,  verle medir la altura de honduras tan hondas como de suyo recrean sin descanso vacíos y peñas, en un insomne equilibrio que no es sino un levitar sin medida, y ser un vigilante más de los numerosos que, solícitos, siguen para que no se extravíe en su búsqueda del mar, el discurrir de un río que no es tal: plata encendida, recién bruñida, crisol de afanes, Zaide, se diría.  
             

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