miércoles, 6 de marzo de 2013

LA MALDICIÓN DE LA LLUVIA





     Se desparrama el agua en mil arroyos, sin medida, sin encontrar caminos propios, abriendo fosas, azotando el suelo con descomunal saña, ahogando las tejas pardas y rojas. Llueve como si llevara siglos sin hacerlo y de pronto toda la carencia se despanzurrara de golpe, trocándose en miríadas de hebras, gruesas como esquejes,  con ansia de rebozarlo todo, de empaparlo todo, de hundirlo todo en un inacabable reinado de gotas que saltan, culebrean, viran y se estrellan contra lo que Dios quiere.

      Nos gusta el espectáculo de la lluvia, incluso esta frenética que, a la larga, es vida y pan y gozo para   los campos. Pero uno la contempla caer al resguardo de un techo, de una seguridad, contra los embates de la naturaleza. Sin querer, el pensamiento se desliza hacia los que no tienen hogar, en los que lo tenían y lo perdieron, y lo están perdiendo todos los días; y entones, este escenario de la lluvia ya no es tan vivificador, tan estimulante, y una pena grande, que no remedia nada, que no sirve para nada, porque nadie somos,  nos invade; y la lluvia suena ya como una maldición, de bendición que era.


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