viernes, 25 de noviembre de 2016

      CON LA ILUSIÓN DE VOLVER, EMIGRAN  LAS AVES.

     Antes de que el frío voraz y la ambición de los vientos arrecie con sus ejércitos de pesadas losas, ennegreciendo tejados y a sus cuidadas hileras y que enjalbeguen los campos sus tísicas milicias, otras tropas de aves, tras un conciliábulo que ha durado nada porque nadie disentía, han dado por necesario y conveniente mudar por unos meses de morada y país. Y como su mudanza es tan simple como a todos nos gustaría, sin muebles, ropas, enseres, libros, cuadros y otros oropeles que a nuestra vanidad engalanan, ni enojosos transportes en furgones ni a espaldas, entre lo dicho y lo hecho, sin despedidas de familias, porque todas, sin faltar una, iban, no han transcurrido ni dos suspiros de reloj. Ni las más jóvenes y neófitas, como en la sangre lo llevan, sin rechistar, emocionadas por la aventura, han metido sus  tiernos picos y sus alas y sus buches y sus patas, todo lo que tienen y tenían, en el animoso grupo; uno muy junto, muy prieto, muy manso, se diría uno solo, y en bandadas que era una, al unísono su batir y su propósito, sin discusiones que todo lo mata y altera, van volando alto, muy arriba, casi un centenar de desperdigadas cuentas de rosario de beata, albinegras, cegando por un fugaz instante trozos de aire encrespado y de cielo. Vuelan alto porque empequeñecido su hogar de unos meses, de unos años, porque no han sido muy traidores los inviernos, sus peñascos, sus hendiduras, sus arbóreas copas y espigadas chimeneas, sus cielos de zafiro, sus flores y sus ríos, sus adioses a ellos duelen menos y menos en el corazón donde todo, cuando no canta, duele.

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