miércoles, 12 de agosto de 2015

LA CIUDAD EMPEQUEÑECIDA


            La ciudad, la nuestra, que no es grande, al menos en lo que en su urbanismo más venerable, por los años que acumula, se refiere, se empequeñece aún más en estos meses de angustioso estío. Y es que establecemos fronteras, que antes no eran sino estaciones de paso, para ahora no ir más allá: la del Puente o, en otro sentido, la de la Alameda. 
      Más propio, sin embargo, sería decir que somos nosotros y no la ciudad los que empequeñecemos; que nos da miedo no ya los espacios ampliamente dominados por ese sol de justicia, sino asimismo las calles pronunciadas, las extensas, las que suben y las que bajan, no importa si ganadas a ratos por la sombra o no. Y será porque las piernas  ya flaquean, pero nos invade un razonado temor de una pronta debacle corporal, de la que el calor, no hay que decirlo, es el mayor culpable. Y pensamos si nos quedarán energías para el esfuerzo, que ya nos parece sobrehumano, de coronar en toda su altura, ese puerto que se abre, allá a lo lejos, tan empinado como el de las mismas montañas que nos rodean, en lo más remoto de nuestra calle mayor, por donde se halla, tampoco estamos tan seguros hoy, nuestra vivienda.

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