domingo, 10 de abril de 2011

MONUMENTOS QUE SOBRABAN.

                                                                                   

         Mal le cuadra al siglo XIX,  por lo que a España se refiere, el apelativo de romántico, aunque igualmente en  nuestro suelo, como en toda Europa explosionara en parte de ese período el movimiento de tal nombre. Lo cierto es que fue la decimonona una época aciaga, marcada por el hambre y las revoluciones, las monarquías despóticas y  las injusticias sociales.
          De la mano del romanticismo llegaron los viajeros. Descubrir a una España olvidada, llena de conflictos, pero también de seducciones fue su mayor mérito. Muchos ahondaron en el desatino de las guerras que nos hundían y en el origen, explicables unas, otras menos, que engrosaban nuestros males. Otros prefirieron ignorarlas y, sin pretenderlo, buscando un romanticismo de falsos héroes, ensalzar  a figuras que eran producto y signo evidente del mismo entramado de desatinos en que nos movíamos. El bandolero fue uno de ellos, un bandido sin más.
          Por eso, me sabe a demonios ese monumento levantado al bandolero en una de nuestras barriadas, precisamente en una ciudad en la que  nos faltan plazas para levantar altares a personajes, de todo tipo, que sí lo merecen. Fueron pocos los bandidos célebres nacidos en la Serranía, aunque su dilatada  configuración montañosa diera abundante refugio a la mayoría de ellos. Y en cualquier caso, nunca deberían ser ocasión de enaltecimiento, cualquiera que sea la fama que arrastren, ni siquiera como figura turística. Cuanto mejor, para no salir del contexto, hubiéramos quedado, con una figura al viajero; porque los hubo grandes, y, además, siguen siendo hoy bajo otras circunstancias y tiempos, parte esencial de nuestra economía.

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