domingo, 1 de enero de 2017

       2017 Y SU FALTA DE SEÑALES
     
      Ningún ángel con bíblicas trompetas, ni ningún preclaro mensajero procedente del infernal subsuelo, en otros inframundos, por donde deben andar los incandescentes avernos, los ríos del olvido, sus penados moradores y demoníacos dueños, vinieron a anunciarnos mudanzas que no fueran las sabidas. Ni cataclismos, ni rupturas en un tiempo que es  como un ovillo de interminable hilo que ni se acaba ni se detiene. Todo igual, hoy como ayer, con estreno de año o sin él.  Las mismas guerras, nada más comenzar el día, los mismos fanatismos religiosos o civiles, las mismas bombas sembrando muertes y destrucción, los mismos niños sin padres, las mismas víctimas del odio del hombre hacia su mujer, hacia sus semejantes sin mirar ni siquiera si a los que mata son sus hijos, sus esposas, sus madres. Llegó otro año y lo celebramos como locos, como si eso supusiera la venida imprevista  de alguna paz, la interrupción de alguna guerra y no la venida de otras de nuevo cuño. 
       Sí que celebraremos estar vivos, y que aún nazca el día con sus festín de luminarias y las noches reparadoras con sombras que no lo son; que se levanten montañas que apunten al cielo y no a la tierra, para ilusionarnos con otros sueños; que los ríos fecunden sembrados; que a falta de que los de todo el universo rían, coman y jueguen, que al menos los nuestros, nuestros hijos y nietos, los de nuestro suelo lo hagan. 
         Nosotros, para tener certeza de que nada había cambiado, de que estábamos, como ayer, vivos, de que ese 2017, imaginaria parada de algo que nunca se detiene, hemos dado de comer a un gato callejero que a nuestra puerta estaba, dejado el consuelo impreso de unas revistas a una vecina de incurable vejez y sordera,
y como ni celestiales trompetas ni demoníacos rugidos atronaban el aire de la mañana, con nuestra rutina, y que siga, hemos seguido.
        

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