domingo, 25 de diciembre de 2016


CRÓNICA SIN BRILLO DE UN DÍA DE NAVIDAD

      Siendo hora de espabilar, como las diez, y más, con un levante que más que levantar lo que hace es instalar brazadas de helor en la mañana, las calles están tomadas por tropeles de soledades e impávidos silencios, que no a menos sino que a apabullar van. Impondría y hasta aterraría el escenario de no estarse al tanto del día, un 25 invernal, y la general conformidad de no dar un revés, de no revolucionar costumbres añejas, por muchos que falseadas estén.
      Las calles en la distancia, es como si huyeran a todo galopar buscando vida en otras partes, y las puertas en ellas, obsesionadas con que nadie entre en las viviendas, más castillos y fortalezas que ninguna otra fecha. Un único y silente reino de nada en toda esta quieta desolación, es humareda y acre olor de aceite de poco rigor: un tenderete de de raros tejeringos, porque sus entrañas no son de andaluza harina, solo de dulces de pastelería, ni su color el dorado de fritura, que son negros, malvas y frambuesas. Hasta esto muda con los años.
      La campana de un enriscado reloj, suena a rebato, de tan fuerte, aunque a ninguna gente convoca, con este vacío por doquier; sin embargo, en la Alameda, al silencio y a la soledad de otros sitios, propina sonora bofetada orientales barullos, que no entienden ni de fiestas ni de Navidad; que no pregonan nada que no sea alegría con sus voces, que mitigan otro silencio, más impenetrable, más de siglos, más denso y usurpador, muy de abajo, muy del alma del valle, muy de siempre, porque esas honduras tampoco entienden de días, ni siquiera de los de guardar.

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