lunes, 24 de enero de 2011

UN RESPLANDOR DE BLANCURA

   El tiempo sigue mostrándonos que es Enero, que es invierno y que atravesamos lo más crudo de la estación. Las nubes le han comido su asiento a las cumbres cercanas y de éstas ha desaparecido ese azul tan suyo, para cubrirse, y no desentonar, de un tono plomizo, gris, que es el que como pesada vestidura exterior sacude hoy a los cielos.
   En la naturaleza, incluso en la más desnuda y desolada, pocas veces falta algo, un trozo de gleba, un ave errante, una brizna de hierba, una luz inesperada, un árbol, que no transmita un rayo de esperanza, para un cambio en su seno.
   En nuestra ciudad, cuando las cuchilladas del frío, el embate del altanero levante o la furia de los descarados aguaceros nos fustigan y calan más, son los almendros los heraldos de esa mudanza que se espera; que no es que sea inmediata, pero que a golpes de gozosa, tímida, nimia blancura, proclaman la llegada, no tan lejana, de otro estado, de la primavera.
   Los almendros, como los olivos, son árboles familiares en las pródigas tierras andaluzas; pero en pocos lugares surgen tan metidos en el corazón del urbanismo como en Ronda; como lo está el mismo Tajo, que es el que marca la notable diferencia con otros sitios.
   Sin embargo, aun en dominios de nuestro celebrado abismo, son los almendros de los que más se aproximan a besar el suelo de las calles, que hollamos a todas horas. Y por ese piélago de hondones, desniveles y arteras cuestas que se prolongan hasta El Campillo, los almendros, al igual que otros años, impertérritos, madurando y soportando en su difícil equilibrio la furia actual de los cielos, como un pequeño e infatigable ejército de níveas corazas, suben unas veces y se deslizan otras, llenando de vida, de albo gozo, el alma de nuestro diminuto y cada día menos cuidado reino.
   Esta vez, un friso de nieve, en hermanamiento jubiloso, le ha seguido el juego desde las laderas de las montañas más cercanas.

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