viernes, 22 de noviembre de 2019

NOBEL LITERARIOS EN RONDA

            Del grupo selecto de visitantes que un día acudieron a nuestra ciudad, porque algo diferente esperaban hallar en ella, destacaríamos entre todos a los que
llegaban con la distinción concedida y máxima de reconocimiento a su oficio de literatos: el premio Nobel.
            Lo cierto es, que con ese renombrado galardón, Ronda puede alardear de la visita de varios que lo ostentaron. Así, Jacinto Benavente, de cuya presencia en las aulas de el Castillo, nos habla Castilla del Pino, de quien incluso recibe una caricia, y donde él estudiaba antes del estallido de la Guerra.
            A Rudyard Kipling, lo atendió en  tan bien un guía rondeño, de nombre Rafael, en 1922, que se lo llevó para que lo siguiera haciendo por toda España.
            Una reciente visita, fue la de Mario Vargas Llosa, aunque no tenemos noticias de ningún escrito suyo que nos ataña.
            Este año en el que estamos, de notar es, esa concesión del Nobel al austriaco Peter Handke, del que cabe reseñar, por lo que nos concierne, su presencia en   Ronda en 1989 y de lo que, con cierta prolijidad, y más teniendo en cuenta la brevedad de su viaje por Andalucía, contó en su obra Ayer de camino de nosotros, de nuestras carreteras, -casi senderos de cabras aún-  y de nuestros ocultos rincones y diáfanos horizontes.
            Hasta aquí se desplaza un 31 de marzo, en el autobús de línea, por una carretera, la de San Pedro, que, obviando los peligros de su enrevesado trazado, se presta a mil peripecias, o a inesperadas “iluminaciones”, de las que Peter va a vivir una de las que considera más insólitas, cual es la de contemplar la actitud del conductor, que viaja con dos hijos a su lado, que detiene el vehículo donde buenamente puede y a todo correr, se apresura, asimismo donde puede, a vomitar cuanto le permite su dolorido estómago y sus debilitadas fuerzas.
            Se pregunta Handke, si con la detención del vehículo, lo que pretende el conductor más que salvar la vida de los pasajeros, es la de sus propios hijos. Piensa, en cualquier caso, que la lentitud es un acólito del tiempo que no tiene precio, y a la que es necesario acudir en ocasiones.
            Con el temblor sin dejarle ni un momento de respiro, nada más llegar a Ronda, acomete lo que es una búsqueda infructuosa de la huella de Rilke en la población, y no es porque falten. Más a sus anchas sea encuentra traspasando las fronteras de aquella, dándole la razón a Rilke en el hecho de que, para disfrutar de la naturaleza e integrarse en ella, no hay mejor aliado que el silencio, sin perder de vista ni un momento al paisaje. En este escenario, resulta música en sordina la de las aves, grandes y nimias, que han tomado a los almendros, hasta arriba de blancura, por asalto para sus líricos ensayos y piruetas.
            Atrapado por la magia del momento y del bucólico lugar, tumbado sobre la tibia tierra serrana, se siente el austriaco como monarca augusto de un reino sin vasallos. El silencio es tan grande, que el tenue volar de un grupo de gorriones, adquiere el aparato de “un zumbido, un rugido o incluso de un retumbar”.
            No desaprovecha Handke, los atractivos que le ofrece la bajada al Tajo. Hasta los molinos llega. Y como le gusta, sin nadie que le acompañe, emprende el descenso dejándose llevar del impulso que añade a su marcha los pendientes y escuetos senderos. Del zumbido de los moscardones está abarrotada la mañana, abrumando con su leve peso a las ramas de árboles y arbustos, que se agitan cuando aquellos huyen en desbandadas, como si fueran pájaros los que los abandonaran. Ante la escena, se siente uno más y con ganas de gritar: “¡Soy tu hijo!”, pero, dice, “¿Quién me escucharía?”. Ni rastro ya, a estas alturas del año, del invierno, evidente en el caudal del Guadalevín, con poco agua y muy contaminada la que lleva. Y se pregunta: “¿Lo vió Rilke todavía como río?”.
            En busca de la perspectiva que se contempla desde un pino solitario, de la que ha leído, o al que, sin proponérselo, le ha conducido su vagabundeo de caminante, se fija en los saltos que, delante de él, en el sendero, como señalándole los pasos a seguir, ejecuta un cuco, con una energía inconcebible en tan diminuto cuerpo. Un hombre y su burro, ambos con tardo andar, no lejos de donde está, le hacen recordar a su país, a Austria, donde es frecuente ver parecida escena. Al amor del sol y la sombra, tendido bajo el pino, aún tiene tiempo de echar una cabezada, que a gloria celestial le sabe.

RONDA SEMANAL


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