viernes, 15 de febrero de 2013

AVES DE LAS QUE QUEDAN




      De las muchas aves que hace años llenaban el aire, rocas, y grietas de nuestro abismo, pocas quedan. Hay paneles por los confines de la Alameda que pretenden levantarnos el ánimo, clasificando científicamente con sus nombres, una serie de razas de aquellas, grandes y pequeñas, que, aparentemente todavía andan, o deberían andar,  por aquí.  Sin querer ser agoreros, lo cierto es que uno no ve nada que no sean contados grajos en los días en que el viento sopla a su capricho, sacando de los refugios en que se esconden, a todo bicho viviente. Otra cosa opinarán los expertos, que uno no lo es.

     A falta de otras aves, diariamente nos entretenemos viendo las evoluciones de las palomas de la Alameda y cómo se buscan la vida. Ahora que el tiempo ha templado, no hay dificultad en verlas por el paseo central y jardines aledaños, a la caza de migas o del agua que manan de las fuentes; más complicado fue en esos días pasados, de fuertes heladas y glacial frío, descubrirlas, aunque no lejos andaban: unas, rodeando la altanera torre de la Merced; otras, en las ramas más altas de los copados árboles del paseo; las menos en huecos, inmóviles, al socaire de algún banco. Todas, sin excepción, olvidando la comida, esperaban que ese rayo de sol, desvaído, sin fuerza, que se deslizaba de vez en cuando amagando desde los cielos, cobrara vigor y calentara un poco, al menos, sus plumas. Hoy con la ayuda de un sol de los de verdad, han recobrado aplomo,  sus vuelos a medio gas y las carreras de siempre, para  huir de los intrusos, que nunca dejan de molestarlas




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