miércoles, 11 de mayo de 2011

DON FRANCISCO GINER, EN OTRA ESTELA.

                                                                                            

          Esa exposición en torno a la figura y obra inmensa de Francisco Giner, en Santo Domingo, no por itinerante y circunstancial, a un tiro  de piedra de su casa natal, en uno de los trayectos breves más sugestivos de Ronda, impregnado del añejo sabor del tiempo y de las auras que juegan a entrar y salir del Tajo, tiene, a mi pobre entender,  un algo de reparación y reencuentro metafísico,   entre dos entes que nunca llegaron a comprenderse. No existe un testimonio escrito que confirme el rechazo que, según algunos íntimos, guardó siempre Giner por la ciudad que le vio nacer, -que también era la de su madre-, a la que nunca regresaría; un alejamiento moral y físico, que más bien se extendería a Andalucía, o a un modo personal de verla, en la que no cabrían los toros y la pandereta y de la que formaría  parte Ronda,  como uno de los mayores símbolos, en ese aspecto y en la época, de aquélla.
          Por su parte, siglos y a regañadientes tardó Ronda en darse cuenta de la grandeza del  personaje que había venido al mundo en su suelo, conocimiento que nos llegó más del exterior que de dentro. Completa reparación por nuestra parte  sería, entre tantos monumentos como tenemos alzados a ese universo folclórico que rehuía, emprender el suyo: el de una estatua grande, descomunal, diríamos, de acuerdo con sus méritos y eterna huella, que albergaran , para siempre, el bronce y el cariño tardío, pero cierto, de sus paisanos de ahora.
                                                                                        

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