lunes, 9 de septiembre de 2013

PLÁCIDOS ATARDECERES


     Estos plácidos atardeceres, Zaide amigo, silentes e inacabables, se mueven en el campo con un latido mayúsculo de eternidad. La escena, sin mudar un ápice lo que a la vista queda, con sus cortijos agazapados, emergiendo la impoluta blancura de la protección de las rocas, sus picachos, oteros y veredas, sus bardas de piedra, señalando fronteras, o sus caminos polvorientos alisados a fuerza de millones de pisadas, podría ser la que vivió otro ocaso en este mismo lugar, hace mil, dos mil, tres mil años. 
      Para que el mimetismo no se quiebre con la llegada de algún elemento advenedizo, sino que lo refuerce, irrumpe un pastor con su rebaño. Levanta ceremonioso su gorra para saludarnos y hacernos ver que se ha cerciorado de nuestra presencia, aunque mirándole al rostro no lo pareciera. Un centenar de cabras bulliciosas, avasallan el camino hasta hacerlo suyo. Dos perros jubilosos, parda su lana de hojarasca,  sudor y cabriolas, persiguen, acorralándolas, a las más díscolas para que profesen en obediencia. Cuando guías y rebaños se pierden en el horizonte, todavía, durante un buen pellizco de tiempo, queda flotando en el aire manso una melodía que, sin pretenderlo, es pura armonía y perfección, salida de una orquesta de esquilas que nunca pierde el compás, y que cuenta para dejarnos sin aliento, también perdidos en el ayer a nosotros, con la sutileza y el rumor del agua recién salida del manantial.

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