viernes, 5 de julio de 2013

TAN FRÁGILES COMO HOJAS SECAS.



    Cuando no hay nubes tormentosas en nuestro horizonte personal, fluye el mundo tan evocador y sugestivo, que no ha lugar para dar cabida a la existencia de otros, menos lisonjeros, más angustiosos y penosos. Un desatino del que, con frecuencia, nos despierta el aldabonazo de una imprevista visita de madrugada, aunque bien pudiera ser a otra hora, a la urgencia de un hospital. Y si lo nuestro no es grave ahora, cuestión de mucha escayola y más paciencia, lo que va entrando por las puertas de la sala de espera, con toda premura y alarma en busca de remedio, mueve a compasión y da qué pensar: con toda la familia, sin faltar los niños, acuden camilleros para atender a una joven madre presa de convulsiones; otro, algo más mayor, espera ayuda para su pierna gotosa, tumefacta, que, además, sufre las molestas de una caída en el trabajo, un trabajo que ya tampoco tiene, porque lo despidieron hace dos años. Lo que teme es que al mover en casa a su hija, deficiente mental, puedan caerse ambos. En un rincón, dos adolescentes lloran sin consuelo porque su madre, ingresada dentro, no las ha reconocido cuando entraron a verla...

       De allí se sale abatido,  pensando tanto en algo que ya se sabe, pero que siempre se deja abandonado en la memoria: la fragilidad de nuestra existencia, como en que, para aviso de nuestros sentimientos dormidos y nuestro pobre orgullo,  no estaría de más alguna que otra visita, cuando sano, a los hospitales y sus urgencias.


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