domingo, 14 de julio de 2013

ALBORADA SIN RUIDOS




     Hasta una alborada sin ruidos (y ésta, apenas nacida, con un sol desdibujado, es de esa cualidad) los tiene; será porque nada es absoluto, ni siquiera el silencio de los silencios, que tampoco el que describo es que lo sea. Habida cuenta de la larga desaparición de los cantos de los gallos y de los grillos, que ya no pueden quebrar nada en las poblaciones  que se han comido con voracidad insatisfecha a casi todo el campo, y con ello a sus moradores tradicionales, es a veces, en las solitarias horas en que se despereza el día, semejante la atmósfera de fuera y dentro de la casa; ya que a ésta, férreamente cerrada, casi podríamos adjudicarle algo de ese eterno silencio, exterior e interior, que con frecuencia nos acompaña y otras, de mil formas, nos mata.
      Si abrimos el balcón y agudizamos el oído, suelen colarse en una calmada invasión, voces lejanas, entrecortadas, como un murmullo de olas sin fuerzas, de una incipiente pleamar, de trasnochadores que se van a dormir, pero con la euforia intacta de la bebida sin remitir en el cuerpo; pía como ensayando para mayores logros, un gorrión sin pareja;  una música tan débil que se diría subterránea, sale de algún insomne hogar. A provocar algo de más contundencia y volumen, se acerca navegando como en un libro de Julio Verne un globo, una explosión de colores en la monotonía del cielo mañanero. Antes de recular y perderse sin nada de prisa en el horizonte, suelta un bufido que no lo es y sí una nota de atención, como una llamada de un  despertador tan volatinero como el mismo globo, a la mañana, a la gente, que todavía duerme.

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