sábado, 2 de marzo de 2019


ARTURO REYES POR  LA SERRANÍA

            Entre los muchos méritos que caben atribuirle a Arturo Reyes como literato, habría que reconocerle, en destacado estadio, un amor por su tierra malagueña que, en su caso, además, no se detuvo, como en el de otros paisanos escritores, en la ciudad en la que vio la luz, llevándolo con idéntico fervor a los apartados rincones de la provincia poco tratados y menos conocidos.
            El gusto por lo que estando tan cercano, tan remoto y desconocido aparecía, se plasmaría con especial brillo y colorido en el montaraz y soberbio escenario de la Serranía rondeña, actuando, incluso, ante sus amigos de oficio como ilustre difusor de una rutilante atmósfera, cuyo resplandor quería llegara también a ellos.
            En este empeño, para su personal historia, la de sus acompañantes y la de la literatura andaluza, han quedado los avatares de esa excursión de unos días en la primavera de 1910, en tren con destino a Jimera de Líbar, y, luego, a caballo, riberas del Guadiaro adelante, emprendida en unión de Narciso Díaz de Escobar y Antonio Nicolás, autor del jugoso relato del viaje. 
            No es solo Jimera, de la que cantará sus encantos Reyes, con un largo poema en octavas, recreando un idílico ambiente pastoril, igualmente presente en su aplaudida novela Cartucherita, sino que toda la Serranía será para él sitio de observación para idear personajes y escenarios en sus abundantes novelas y cuentos.
            Con argumento que se desarrolla en Ronda, hallamos el cuento titulado Al borde, con acción que tiene lugar en el Tajo, donde un grupo de personas se descuelga por el abismo con cuerdas buscando nidos de águilas. El tema de los contrabandistas y su persecución por los escopeteros o guardia civil, está en el titulado Entre breñas, presentando tipos muy de su tiempo y de la tierra:
            “Tos los de Gaucín y los de Igualeja, y los de Jimera, y los de Arriate conmigo por si sa menester pararles los pies un rato a esos caballeros” (sus perseguidores).
            Con parecida atmósfera, pero esencialmente girando la acción en torno a una gentil serrana, Mariquita Rodríguez, transcurre la novela corta en tres capítulos, de nombre La niña de Montejaque, con el que su autor quiere reflejar el indómito carácter de los nativos, puesto en evidencia en cientos de históricas ocasiones, aunque muchas no trascendieran todo lo que merecían: pero sí que bien lo resalta él a propósito de una conversación de la protagonista con su tía, a quien quieren quebrar la voluntad para contraer matrimonio con quien no desea: “… pero es que yo no quiero casarme; primero, porque no hay mozo que a mí me tire pa tanto, y segundo, porque yo no necesito de nadie pa que ni a usted ni a mí nos falte nunca trigo en el troje…”.
            Bien retrata Arturo Reyes, con veraz pincelada, la casa de Mariquita, igual a la de tantos pueblos de esa Serranía medio ignorada todavía hoy en día y en los que no mucha mudanza han traído los tiempos, en las “que fulge el sol en ventanas, en las blancas paredes, y en la blanca techumbre”, con mesas de pino, sillas de enea, “y dos o tres macetas de rosas y claveles… delatando la mano incansable y pulcra de una mujer hacendosa”…

 Diario SUR de hoy.

             
            
                       

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