miércoles, 2 de enero de 2019

POR DOQUIER PREGUNTÉ

            Al hosco viento del norte, el de afilado cuchillo, pregunté por su morada, de dónde llegaba, si su casa se alzaba al amparo de campos bardados de espinos, junto a bosques impasibles que huían de hirientes luces, ajenos a la mirada y voracidad de otros seres, junto a la cálida compañía de amables brisas; si auriga era de algún desconocido amo, y si este, cada madrugada, con el sol aún madurando los rayos en su alcázar de fuego, le daba las órdenes precisas de suelos en los que galopar, dónde soplar y a que lugares con más saña azotar. 
            Calló y no me contestó.
            A la mansa y apocada aura del sur, la de dulces pregones, le inquirí sus orígenes. Si es que nacía de la inacabable placidez de noches con luna llena y bandadas de estrellas amasando con ninguna prisa el silencio magnánimo del universo infinito; o bien, nacía a lomos de ondas maternales, en piélagos de sostenida galanura, no quebrados por corrientes traidoras que empañaran la quietud de sus aguas serenas.
            Calló y no me contestó.
            Al cantarino arroyo, que con apresurado paso, acunando en su seno baladas de tiernos torrentes, por un manido sendero de honduras y riberas de densas frondas, enfilaba su ancestral y manida ruta hacia un destino inamovible, por no gozar de otro, le pregunté si en tantos miles de años, en tantas centurias, en tantas millones de fracciones de tiempo, alguna vez, en algún milagroso instante, dispuso de la mínima ocasión de trocar su infalible destino, de verter su límpida y rumorosas corrientes en otros ríos, en otros mares que nos fueran los de siempre.
            Calló y no me contestó.
            A la rosa, venero de sedas, carmines y fulgores de fiesta en sus pétalos, que atraía fogosas miradas y vendía miríadas de poesía a trovadores para su florido reino; que lucía en sacros altares, en virginales coronas de esponsales, en desfiles de gloriosas victorias, y en estancias imperiales, pregunté si valía la pena ser reina en un luminoso momento, para no ser nada en el siguiente, sin trono, adoradores, ni serviles cantores, condenada a marchito penar.
            Calló y no me contestó. 
            Al andrajoso eremita, en la silente fragosidad de riscos y desnudas rocas, en las que se refugiaba, apartado de los suyos y de un desgajado mundo, cuando hacía un alto en sus rezos y meditaciones, le pregunté si imprescindible era que hubiera que verter lágrimas para esperar que otra vez la risa aflorara, si enfermar para sanar, si dormir para despertar, si desengañarse para creer, si nacer para morir.
            No me contestó, pero sí que con la mirada me mostró su cueva.


             Artículo en Sur de hoy


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