viernes, 28 de septiembre de 2018



El corto y el largo caminar de los pinsapos

             Un certero artículo en SUR de Pilar R. Quirós, hace unas semanas, incidía en la lógica creencia de que el pinsapo habría de auparse a latitudes más altas, como intrépido alpinista -algo que no hay ninguna duda ya es- nunca conforme con la cumbre que gana y pensando a poco en vencer la siguiente.  Es más que sabida por los expertos, la historia de denodada lid de ese árbol sin edad por mantener idénticos suelos a los que hoy ocupa; pero, diríamos, que con los cielos todavía más a la vista, porque lo que se dilucida es su imprescindible adaptación a las mudanzas de una naturaleza, que, por humanos desatinos, ahora tiende a hervir y, por todas las incesantes señas de humaredas, a no cejar en sus fuegos.
            El caso es, que me permito dejar aquí unas reflexiones, conste que de auténtico profano en la materia, abundando en  ese mirífico caminar de los pinsapos con visos de perpetuarse, mientras nuestro mundo lo haga. El corto caminar al que aludimos arriba, no es, desde luego, el ancestral que le ha dado celebridad, ni tampoco es el de subir fatigosas y pinas cuestas, de las que tantas alberga nuestra serranía, pero sí de andadura alborozada que vale la pena señalar como las de un gozoso despeñarse por ellas hasta plantarse ufano en urbanos hábitats.
            Atendiendo a lo que observo donde vivo, Ronda, ese premioso caminar bajando de sus dominios para extenderse, está presente, en los que a la vista quedan, en no menos de medio centenar de airosos ejemplares que, casi como el mismo abismo, cercan a la ciudad. Que toda esa pequeña invasión de una tropa de enhiestos y singulares vigías sea obra de los últimos tiempo, no quita para que, a su llegada, hallaran una atmósfera más que familiar, donde en pasados siglos cumplieron con una labor a la vez de ornamento en fiestas y celebraciones,  protector como techo de viviendas o ya como sólidos andamios que ayudaron a la construcción del Puente Nuevo.
            Unos, como el de la plaza de García Redondo, de majestuosa presencia y talle, muestra su resistencia a ambiente hostiles, pues nada más que suciedad  y gases desprenden los innumerables autobuses turísticos y de líneas de la vecina estación de autobuses, anticuada y de mínima superficie; otros, a la entrada de la carretera Sevilla, desbordando los muros de un jardín privado, parece lanzar salvas de frondoso recibimiento a los viajeros que entran o salen de la ciudad. Y para marcar límites, al otro extremo de la ciudad, causan admiración una pareja en la plaza del Campillo, frente a un horizonte de serranas montañas, que en sus brotes alzados, como uves de victoria, harían creer que han acaparado toda la luz que del valle y la sierra les llega, para dar más brillo y verdor donde parecía no caber más.
            Y todavía, en ese derrumbe hasta zonas más bajas, conocemos la existencia en casa de unos amigos de Arriate, de bellos y talludos ejemplares que vienen a confirmar todo lo anterior. Pero si breve y casi doméstico ha sido ese comentado viaje de los pinsapos, de varias conquistas en más lejanas tierra podría hablarse, en un azaroso periplo que comenzaría allá por los albores del siglo XIX, con escapadas desde el Jardín Botánico madrileño, donde existía una reserva de ellos hasta diferentes lugares de Castilla. En los daños producidos por un arrasador ciclón en Madrid, que derrumbó más de seiscientas farolas, se extendía el diario de la tarde de 14 de mayo de 1886, El Correo Militar, lamentando que, entre los muchos destrozos “y como cortados por un hacha”, en el Jardín Botánico, perecieran “los pinsapos que eran la admiración de los inteligentes”.  
            Prescindiendo de los híbridos o de cruce de dos especies, de los que, leo, abundan en varias zonas de España, de los genuinos, incluso con su denominación al pie de ellos, como “procedentes de la Serranía de Ronda”, hemos contemplado los que delante del fantástico alcázar segoviano, se enredan en los  cañones y fusiles del monumento a  los héroes del 2 de mayo. Y a unos kilómetros, sin dejar la provincia, los monumentales a la entrada de La Granja de San Ildefonso; uno de ellos de 31 metros de altura, también con el cartel de su procedencia serrana,  superando en grosor, 5,80 al famoso de la Escalereta en la Sierra de las Nieves, aunque no con la sorprendente antigüedad de este último, cercana a los cuatrocientos años.
             Uno que nos gustaría conocer, visible en la distancia y que supera con mucho las torres de su esplendente claustro, como observamos por la foto, es el que se levanta en el soberbio claustro del monasterio de San Pedro de Arlanza en Burgos, final nuestro para el más luengo de esos viajes de que hablamos, de un árbol al que, aunque solo fuera por llevar la escabrosa aura y luminosos ecos de estas sufridas tierras, rodando o brincando a lomos de los arrebatos del corcel de los tiempos, habría que amar y bendecir.   

          SUR de hoy 28 septiembre.  
             

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