martes, 9 de diciembre de 2014

PUEBLOS Y CAMINOS SERRANOS



         La soledad de las carreteras que recorremos, angostas, sinuosas, abruptas, es tal, que se pensaría en la inutilidad de su construcción, en un fallido esfuerzo para nada, porque para nada servirían, si es que alguna vez de algo sirvieron. Es, desde luego, hablar por hablar, ya que razonable es que todos los caminos a alguna parte lleven; a algún lugar habitado, y no valdría decir que es mejor el camino que la posada, porque ambas son, a cualquiera de las que esta carretera conduce, a cualquier pueblo, una veintena dignos de mejor suerte, que no de belleza que ya, y en alto grado, la poseen.
         Y sí, al final de la carretera, tras indescriptibles ascensos y descensos por un nemoroso escenario, te asalta casi, de improviso, traidoramente, la blanca presencia de un pueblecito, abrumado por la cal que lo cubre, en el que reverbera la calma de un generoso y limpio sol y la luz que desprende a borbotones la falda de la montaña sobre la que se asienta. Si los caminos daban la impresión de ser carentes de necesidad, lo mismo se podría aplicar a cualquiera de estos pueblos serranos, medio ocultos, medio perdidos entre las entrañas de picachos y rodeados de rocosos senderos; si no fuera por la pulcritud de calles y viviendas, con un halo de la de otros tiempos, se diría, ante la falta de vida, que no mora nadie allí; algo que desmiente a nada tardar algún rebuzno, algún ladrido, algún canto de gallo lejano, algún golpe de azada abriéndose paso en la gleba recién mojada.


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