martes, 11 de junio de 2019


HUERA DE VISITANTES LA CIUDAD NOS ESPERA

            A la manifiesta tozudez de los cielos, tan imperecedera como su inmensidad, se deben, Zaide, estos días de pertinaz, abundantes y jugosas lluvias, que, a grandes carretadas, a apaciguar la aridez de sedientas tierras acuden. Han obrado con largueza, negativamente, en la presencia de forasteros y aunque los días han mudado luego a ser bonachones y condescendientes, la posibilidad de la vuelta a un tiempo de fríos glaciales y horizontes sombríos, que parecía ido, los ha hecho recapacitar, porque no es, qué duda cabe, lo que buscaban al dejar el calorcillo y la ternura de las almenas del hogar.
            Si detenidamente lo piensas, Zaide, te cerciorarás de que la ciudad vacía de viajeros, es más nuestra que con ellos, y que algo de esa posesión de que ahora gozamos quedaba en extrañas manos, con sus miradas usurpando las nuestras, sus pisadas y vagabundeos a los nuestros, los de los nativos. Y no es que en demasía nos importe su llegada y mestizaje, traen vida de otros lares, pregones nuevos, lo que siempre es de agradecer. Sin embargo, para la contemplación, casi mística con su prieta soledad y siglos a cuestas, la ciudad y los campos llaman en estos momentos al espíritu, a la paz interior, como si esta, tan resquebrajada y en perpetua lid siempre, no fuera ya nunca a extraviarse por conocidos vericuetos de infortunio y pesadumbre.
            Mágica, milagrosa pócima constituye, si bien te fijas, Zaide, ese montaraz escenario, al que, como a las haldas maternales el niño, se acoge nuestra ciudad, presa de un hálito en el que vibra una pizca de quietud y un derroche de gozosa eternidad. En ella, son más luengos y despejados los senderos, más uniforme el orden de la fila de olivos, más templada por la pincelada de la estación vernal la redondez de la copa de los castaños, a los que da protección y alba guarda la esbeltez de unos esparcidos álamos. Otra nívea blancura, como sábanas secándose al aire libre, se refugia en las menudas viviendas, prestas a una danza de seducción, y  más donaire aún en alguna gruesa y empinada torre sin edad, a la que marea con sus arabescos de humo una hoguera que carece de dueño.
            Durante unos huidizos y efímeros instantes, hasta podría creer uno ser parte inmanente de ese paisaje, sustancial a ese luminoso sueño de insuperable paz.

SUR DE HOY

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