miércoles, 29 de mayo de 2019

A CRISTÓBAL AGUILAR, AL ARTISTA, AL AMIGO


            Hay escritos que nunca deberían ver la luz, que son los que, como el presente, destinamos, con torpe voz,  a la ingrata tarea de resumir lo que es arduo resumir: los hechos de una vida cuando ya nada queda de aquella, sino su memoria, por muy viva y por muy duradera que permanezca. Ha muerto Cristóbal Aguilar, ese andaluz, sevillano de nacimiento y rondeño de corazón,  ciudades a las que, a parte iguales, amaba con callado ardor. 
            Eso de que, la mayoría, solo caemos en la cuenta ya viejos, lo de que en ese azaroso viaje que es nuestro paso por el mundo, únicamente cabe cumplirlo con provecho si se lleva a cabo con plena conciencia de lo que somos y lo que debemos a los demás: altruismo, bondad, honestidad, transmisión de conocimientos, y todo ello lejos del brillo de cegadores focos y vanas tribunas, lo había puesto en práctica Cristóbal desde su juventud, desde un humilde y callado obrar, de andaluz sin trampa ni cartón, a lo Giner. Nada más así puede entenderse, desde esa parca importancia que se daba, que una obra tan ambiciosa como la suya, de centenares de cuadros, de grabados, de dibujos, de cerámicas, no haya dado la vuelta al mundo. Basta contemplar cualquiera de ellos para cerciorarse de que no hay exageración en nuestras palabras.
            Se nace artista, como una cualidad más, el que la tiene, de un don de la sangre y la contribución de unos padres artesanos y la perfección que permite una concienzuda actividad. En su Sevilla natal, estudia en la Escuela de Artes y Oficios, y, posteriormente en la de Bellas Artes. Pensionado con una beca en El Paular, en tierras castellanas, amplia conocimientos, con un grupo seleccionado de profesores y compañeros, con los que comparte materia y objetivos. Una ciudad que respira arte a raudales por los cuatro costados, le seduce, hasta el punto de fijar allí su residencia durante un período de seis años. Dibuja y pinta cuanto tiene a la vista y más allá de ella, seres, escenas y paisajes. Con el rumor del río Clamores de fondo, lo único que perturba el silencio del monasterio, hace amistad, les ayuda en sus actividades y pinta a los monjes de El Paular. Es el obsesivo comienzo de una obra a la que permanecerá fiel de tal forma, sin faltar una jornada, que aun en los  últimos días, que precedieron a su muerte, privado de la facultad del habla, le acompañan y usa sus útiles de pintar.
            Sin embargo, en la histórica Segovia, no se detiene solo en recrear esa mezcla de misticismo y piedra que constituye su paisaje, y busca nuevos retos. Quiere saber más. En París, bebe los saberes del arte de grabar de mano de un prestigioso exiliado español, José Ortega, también sus recónditos sus secretos, el de la xilografía y de la litografía. En su Sevilla, en una época, el inicio de los 60, en que el grabado es un arte olvidado, quiere dejar constancia, a su manera, con un grito de protesta en sus personajes, jornaleros, albañiles, parados y menestrales empobrecidos, enflaquecidos, desesperados, del desgarro que le produce su situación, a los que retrata, dentro de la producción del Grupo Sevilla de Estampa Popular que funda junto a Fco. Cortijo y Fco. Cuadrado, y parte de la cual, hoy ocupa una de las salas del madrileño museo Reina Sofía.
            A Ronda llega en 1965 con una ganada plaza de profesor de dibujo para ocupar un puesto en  su Instituto de Enseñanza Media. Contaba, que lo que le decidió a venir, a una  ciudad que desconocía, fue la contemplación de un folleto turístico con la imagen de una fachada, ebria de luz y en ella el anchuroso vuelo de un rondeño cierro. En el Instituto “Pérez de Guzmán”, crea los estudios nocturnos, y día y noche  imparte clases de sus amplios conocimientos artísticos. Pero, al mismo tiempo, de mil formas, en carteles y dibujos deja oír su voz contra la represión de un régimen que no ceja en perseguir las ideas y que llena las cárceles de presos. En ellas, en sendas ocasiones, es recluido Cristóbal, que antepone a todo su profundo sentido de libertad, para exigirla porque no la hay, y desde luego, para expresar con arte la carencia de ella.
            En esos años, hasta su muerte, de intensa vida en Ronda, con escapadas a Sevilla, de ver era cómo, cada día echaba un pulso, como a tantas cosas, al amanecer serrano, a ver quién llegaba primero a pisar su pino y enrevesado suelo, y allí estaba, cuesta abajo o cuesta arriba, en un lugar estratégico, en la ladera de una montaña, o en lo más hondo del Tajo,  hasta que el sol se encumbraba bien alto, muy pendiente del vagabundeo de una nube, del vuelo de un ave, del centelleo de una luz, de la huella de un ventarrón del Estrecho en un grupo de árboles, que hacían a sus cuadros tan inefables, tan diferentes, tan vivos. Cuando el tiempo se tornaba insoportable para pintar al desnudo aire, lo hacía en su casa, o se entregaba a sus grabados y cerámicas, midiendo la temperatura de su pequeño horno, con su babi lleno de lamparones.
            Para no extenderme más en lo que necesitaría un volumen, decir cuánto echaremos de menos sus amigos, sus lecciones de humildad, la de los tesoros de sus iglesias sevillanas, su bonhomía, el preguntarnos cada mañana, a veces sin conseguirlo tras recorrer toda la población qué dónde estaría pintado hoy, como ayer, como siempre. Y no quiero pensar, cuánto lo echarán de menos, su mujer, María, y sus hijos Luis y María.
                
      




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