martes, 25 de octubre de 2016


A ZAIDE TRAS LA LLUVIA

      Convendrás conmigo, Zaide, que por mucho que lo pretendamos o deseemos, para bien o para mal, el ayer no es el hoy, ni nunca este será aquel, que todo cambia de piel y se transforma, se empequeñece o se agiganta,  con el inapelable transcurrir del tiempo; que muy pocas cosas gozan de la condición de inmutables; si algo lo fuera, yo diría que lo es ese pozo de inmenso brocal, de amplia, sinuosa y luenga boca que es nuestro precipicio, el que auna en sus escabrosas, pero bellas entrañas, mucho de vida y algo, en su amenazador vacío, de esa angustiosa nada, que a todos nos aterra.
     Y así, hogaño, como antaño, quieta está la mañana, que recula dando la espalda a cielos plomizos y a humedades, muy pausadamente, sin retirarse del todo, con algo de desgana, como se manifiesta allá muy lejos de los antiguos puentes, rebasados los nimios arroyos, en trenzados de brumas que apartan y siembran luego de imprevista arboleda trozos de parajes olvidados y distantes.
       Tan sedienta se hallaba la tierra, que con toda la lluvia, imperceptible caudal transporta el esforzado Guadaleví. A aquélla, no obstante, habría que agradecerle igualmente esa luminosidad recobrada de nítido verdor, de renacida hermosura en laderas y honduras, allí donde, desde milenios, acaso desde la misma creación, nunca faltó, ni falta ahora quien la festeje y admire. Y es con renovada ilusión y amor, lo que hacemos  nosotros, pobres briznas de polvo del universo, expuestas a todos los embates, los presentes y los venideros.
           

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