El Puente y la Alameda, bien distantes antaño, delimitan una zona urbana que es de las que más transformaciones ha sufrido en los últimos años, desde la desaparición del antiguo Mercado y de las oficinas de la Compañía Sevillana. Fue un acierto el trazado del paseo que, sobre la cornisa del Tajo, enlaza ambos símbolos de nuestra ciudad, ganando sin merma para el entorno, un espacio singular y abriendo perspectivas antes ocultas a la vista y al paso de visitantes y admiradores de los magnos horizontes que desde allí se divisan. Un recorrido de una quietud grande, que nunca llegan a romper los grupos turísticos que lo atraviesan, ganando todavía más si se prolonga, sin perder el filo de nuestro barranco, hasta las mismas puertas del hotel Victoria, por el paseo de los Ingleses.
En medio, en los jardines de Blas Infantes, ese sosiego es todavía más apreciable, denso y callado. En su parte inicial, dejando atrás la presencia del Parador, antes de expandirse hacia el templete, camino del volatinero mirador, se halla una zona del Tajo, que es es de las más salvajes y hermosas, con una exuberante vegetación de flores silvestres y chumberas en todo tiempo, que marcan la bajada del terreno antes de su alocado desplome hacia el valle.
Todo sería idílico y auténtico por esta parte, con los umbríos jardines, floridos arbustos, suprema tranquilidad y panorama, si no lo afeara esa herrumbosa torreta de la Sevillana; un extraño, molesto, anticuado y desmesurado objeto torturador en un escenario que, de otra forma, sería inmaculado. Cumple una misión, sin duda, pero existen otros medios hoy en día, para sustituirla.
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