El temblor inicial, se lo adjudica al cuerpo la gelidez de la mañana, sin humedad, pero con un ventarrón que transporta en su seno toda la nieve de las cumbres hispanas; el segundo, la habitación de espera de un dentista, en teoría, la sala de un edén, con un silencio apaciguador, recorrido sólo por una melodía angelical, tenue, casi imperceptible, adormecedora. Todo pulcro y ordenado. Carteles por doquier, con gente joven saltando llenos de júbilo, jugando con niños, mirando fijamente y mostrando siempre una sonrisa, tan deslumbrante como su dentadura. Los mensajes igualmente ayudan a pensar que hemos llegado a ese paraíso intuido antes: "Prestaciones gratuitas". "No te cuesta nada". "Ruta de la sonrisa", y así.
No te fíes ni un pelo. No tardarás en comprobar que la cámara de tormento se oculta en la trastienda; que ésta, en cuando a dimensiones, para pavor claustrofóbico, se halla en proporción inversa a la sala de espera, y que apenas hay sitio para dejar el abrigo. El nimio espacio, lo acaparan objetos afilados, punzantes, extraños de forma; los brazos articulados; multitud de gomas de largas extremedidades y, esencialmente, el terrorífico y encumbrado potro de tortura. En él, ofician como sacerdotes del sangriento ritual, con una sonrisa tan estereotipada e hipócrita como la que esgrimen las figuras de los carteles, espectros de batas tan blancas como las de los anuncios televisivos de lavados de ropa.
Lo más terrible de todo es que, pura indignidad, también vienen, sin remedio, a arramblar con tu cartera.
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