Lo nuestro, lo de los humanos, es, sin remedio, pasar, envejecer hasta que el cuerpo diga: ya no más. Y si a alguien le quedara alguna duda, que eche una ojeada a cualquier foto suya, de un año, de dos o de tres; o mirémosno en los rostros de los que llevamos a algún tiempo sin ver.Pero, mientras, lo del mundo, hasta el fin de los tiempos,es permanecer. Yo diría, también, que, al menos para las cosas que nos son familiares y hermosas, cuanto con menos cambios mejor.
Lo digo porque a nuestro abismo, por su izquierda, viniendo por la calle de San Carlos, le encuentro desde hace tiempo una mudanza que a mí, ni a nadie, creo le guste un pelo. Hasta ahora, ya creíamos condenado a la otra parte del Puente, la del valle, sus piscinas, mansiones nuevas y todo eso; y mirábamos con algo de disfrute, sin creernoslo, que ese desfiladero de sombras y luces y cuidadas viviendas midiendo el vacío y aguantando el mareo, siguiera ahí, más o menos, sin grandes alteraciones.
No sabría decir cuándo, porque estas cosas aparecen de pronto, con ánimo de pasar desapercibidas y quedarse. No sería difícil comparar fotos, también es este caso, de las muchas que hay de nuestro Tajo, para comprobar cuándo hizo acto de presencia.Pero lo cierto es que ese terreno ganado a las rocas, esa excrecencia, ese horrible muñón, blanqueado para destacar más, aparte de no estar antes, es una tremenda barbaridad, con licencia o sin ella la obra,civil o político su dueño, que eso poco importa cuando el daño está hecho.
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