Como la Alameda es un punto de recorrido habitual en nuestros paseos, ya sea porque difícilmente se podría encontrar otro lugar de esparcimiento del espíritu más preclaro, o ya por la obligación de los jubilados de dar con nuestros huesos en los parques de todas las ciudades del mundo, lo cierto es que, por esa cita cotidiana que pocas veces falla, uno, aparte de admirar en ella lo que lo merece, que, es en realidad, casi todo, siempre se topa con variadas cosas que la desmerecen, y que, lo que es más de lamentar, requerirían sólo el gasto de un mínimo esfuerzo y voluntad para remediarlas.
Hace unos años, los mismos que pregonan los diminutos letreros, de hierro y piedra, con la edad del nacimiento de los pequeños, -1997- se ideó, con buen ingenio, unir la llegada al mundo de un crío con un árbol, sembrado con más o menos exactitud por esas fechas. Se intentaba así, me parece, crear una cierta complicidad entre el árbol y el niño, que redundaría en el futuro amor de éste por las plantas y la naturaleza. Recuerdo que tuvo una buena acogida y que durante unos meses, catorce o quince, los mismos que tardaron en desaparecer gran parte de los árboles, unos por falta de cuido y otros por la brutalidad de desaprensivos, la gente miraba con curiosidad no exenta de cariño al conjunto, deletreando nombres, mirando fechas y tratando descubrir en la inscripción los apellidos de algún conocido.
No es un símil agradable, pero, hoy en día, la fila paralela a los balcones, que transita a todo lo largo del extremo del paseo central, la de la pretendida simbiosis entre infancia y plantas, es lo más parecido a un camposanto. Únicamente, dos o tres árboles se mantienen en pie; los cuadrados que debían sostener al resto, sólo muestran la descuidada tierra; a su lado, también cuesta trabajo descifrar el nombre consignado en las lápidas. Tal vez sea mejor así, para ocultar el fiasco de un proyecto.
Hace unos años, los mismos que pregonan los diminutos letreros, de hierro y piedra, con la edad del nacimiento de los pequeños, -1997- se ideó, con buen ingenio, unir la llegada al mundo de un crío con un árbol, sembrado con más o menos exactitud por esas fechas. Se intentaba así, me parece, crear una cierta complicidad entre el árbol y el niño, que redundaría en el futuro amor de éste por las plantas y la naturaleza. Recuerdo que tuvo una buena acogida y que durante unos meses, catorce o quince, los mismos que tardaron en desaparecer gran parte de los árboles, unos por falta de cuido y otros por la brutalidad de desaprensivos, la gente miraba con curiosidad no exenta de cariño al conjunto, deletreando nombres, mirando fechas y tratando descubrir en la inscripción los apellidos de algún conocido.
No es un símil agradable, pero, hoy en día, la fila paralela a los balcones, que transita a todo lo largo del extremo del paseo central, la de la pretendida simbiosis entre infancia y plantas, es lo más parecido a un camposanto. Únicamente, dos o tres árboles se mantienen en pie; los cuadrados que debían sostener al resto, sólo muestran la descuidada tierra; a su lado, también cuesta trabajo descifrar el nombre consignado en las lápidas. Tal vez sea mejor así, para ocultar el fiasco de un proyecto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario