martes, 15 de febrero de 2011

AZOTA LA LLUVIA.


      La mañana aparece enfurruñada, sin muchas ganas de bromas. Cae el agua con fuerza y un aire de poniente, del que nos trae la lluvia a cántaros viniendo a galope desde el San Cristóbal, contribuye a que los pocos transeuntes que veo desde los cristales, una maraña de gotas éstos ahora, se den prisa porque el paraguas no siempre es protección suficiente si el aire también, como está ocurriendo, es invitado protagonista.
      Ante la falta de perspectivas visuales, el ánimo, que con tiempo despejado se expande sin límites, se encoge esta vez, se hace más íntimo y opta por dirigir la mirada hacia dentro, a lo que tenemos más cerca, y lo que más a la vera tenemos es, por supuesto, nuestra casa, a la que en días soleados damos de lado, aunque con la certeza de que siempre estará allí, esperándonos, tardemos lo que tardemos, como sufrida y paciente madre. Y es curioso como, con los temporales del cielo, la casa, en especial la sala de estar, adquiere luces de espacio reconquistado, como si alguna vez hubiera estado perdido.
      Para disgusto de mi costilla, menos hogareña, que acepta a regañadientes, hemos decidido no salir hoy. Milagrosamente, no tenemos ninguna cita perentoria, ni con médicos, dentistas, oculistas,  hipermercados ni farmacias. Uno, imaginariamente, para no mostrar una desmesurada euforia, porque podría ser contraproducente, se frota  las manos, satisfecho. Un largo día para hacer cosas, porque en ese par de horas que se ganan renunciando a pisar la calle, se pueden recuperar un montón de actividades: recomponer ese artículo, escribir otro para la revista local, leer el suplemento cultural de hace unas semanas, contestar al correo de los amigos, comenzar el libro que nos espera desde hace meses o cumplir con nuestra familia, viendo las fotos que nos mandaron, sin visualizar todavía.
     Al final, son tantas las cosas que queremos emprender que, mientras la lluvia, que ya azota, no deja de caer, olvidamos hasta las de todos los días, las más habituales, aquellas que nunca, por nada, llegamos a  olvidar.
    

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