La naturaleza de mi calle, ancha y no lejos del centro, propicia para aparcar, ofrece con sus vehículos detenidos durante gran parte del día, el que llena la jornada laboral, un refugio temporal para los gatos que, mayormente con tiempo inclemente, se escudan bajo sus carrocerías.
Una segunda vivienda, más estable, la hallan en la escueta superficie de nuestro diminuto jardín, para tomar el sol, protegerse de la lluvia, cuando no hay coches, al socaire del pequeño porche o, también para buscar comida, ya que es habitual que allí la encuentren.
Llama a compasión su vagabunda existencia de animales sin dueño y sin cariño. Pese a su desconfianza natural de seres errantes, se dejan acariciar y hay, casi siempre, en sus miradas inquietas, un soplo fugaz de agradecimiento.
Los restos de la comida que dejan, vienen a aprovecharlo, con exagerada puntualidad, a la misma hora, una pareja de palomas: de total blancura una, de tonos grises, la otra. Algo antes, como pidiendo consentimiento, se detienen en el tejadillo del porche. Después, con ruidoso vuelo, llegan presurosas, picoteando con mecánica celeridad.
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