Nada hay peor que la soledad y el viejo río también la sufría. Tierras y más tierras sin perfiles atravesaba desde hacía centenares de años, incansable, pero necesitaba de alguien a su lado a quien contar sus aventuras y viajes, y, más que nada, que le hiciera familiar y acogedor a la gente del pueblo, el más blanco y venerable de entre los que pasaba. Con él, entretanto, pagaba su malhumor y cada mañana al divisar su cercanía metía miedo con sus bramidos de matón de tres al cuarto. El pueblo, para evitar sus baladronadas, reculaba y reculaba cada vez más. Un día, a la margen diestra del río le nació un álamo. Desde el primer momento, el río lo consideró tan suyo que lo mimó y regó cuantiosamente aun a costa de abrir nuevos caminos a su curso.
El Álamo creció y creció a una velocidad inusitada, tan exuberante y frondoso, que su sombra, de un verde de culo de vaso oriental, apresaba y teñía al río durante miles de metros. Una tarde, medio día, medio noche, la hora de los duendes, al tronco del álamo, color ceniza de chimenea moribunda, se dirigió una ardilla recelosa. Miró dando brincos que nadie la viera y trepó hasta su copa. Pero un niño que andaba perdido, la vio desde lejos e intentó imitarla sin conseguirlo: su tronco era demasiado abultado para abarcarlo con sus pequeños brazos. Para no olvidarse de ese día, sin embargo, con un clavo de cabeza rota y chata, que como un talismán guardaba en su bolsillo, grabó una espiral, con muchas vueltas y revueltas, a la altura de su cabeza, cubriendo al árbol. Se marchó luego ilusionado y contento, porque mientras rallaba la corteza, había encontrado el camino de su casa.
Sólo horas más tarde, navegando por el río, en una balsa de duelas de tonel, porque venía cansado de volar, llegó un pájaro de lo más extraño, con plumas que a cada voltereta tomaban un color diferente: ahora rojas, luego azules, después gualdas. Venía buscando al álamo. Al verlo, de su pico retorcido, ganchudo salió una melodía arrebatadora que le acompañó en su vuelo a la rama más poblada de hojas y más alta, casi tocando las nubes, del árbol. Era la casa que anhelaba.
Pocas semanas más tarde, cuando el álamo era ya un condado de rumores divinos y la brisa los mecía como una madre, hasta su pie, sin darse cuenta, anduvo una pareja de enamorados. Tan en otro mundo se encontraban, que no querían irse de allí. Al final, en el centro de la espiral que dibujó el niño, grabaron sus nombres, cada uno el suyo, y dos manos arrullándolos. Fue sólo el principio del bosque. Un bosque lleno de álamos, en fila marcial, impecable, que cubría hasta perderse de vista, kilómetros y kilómetros, la poblada orilla del, en otras edades enfurrañado río. Los nombres grabados en ellos, hasta el ultimo resquicio fue la causante de la extensión de un bosque y de unos mensajes que parecen no acabar nunca.
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