Hubo un tiempo en el que la plaza de Carmen Abela, señalaba una línea fronteriza entre burguesía y pueblo llano, el de los sudores para ganarse la vida, vamos. No existían guardas ni consumos que marcaran esta frontera, pero signo del feudo de los más poderosos eran las casonas de buena planta, de dos y tres pisos, los más panzudos enrejados de cierros y ventanas y algún que otro escudo de piedra en las fachadas, con los que los propietarios querían mostrar su nuevo estatus. Más allá, calle la Bola arriba, de los Arrieros entonces, recordando el oficio general de sus moradores, viviendas humildes, de mínimas fachadas y planta, preciosas; que nos prescindían de cierros y ventanas enrejadas, humildes pero con un aire de sencillez admirable. Alguna muestra nos queda para darnos una idea, de lo que el resto de la empinada calle, hasta Espinillos, la Estación y todo eso, era. Ver la que ocupa la Joyería Camacho, por ejemplo.
Era una plaza con unos habitantes y unos propietarios bien definidos. Si alguna vez los del pueblo se adentraban por allí, y es algo que hasta los años 60 vimos, era a pedir trabajo, casi siempre en masa, durante días, durante meses.
Fuera de historias que, ahora, se nos vienen a la mente, la de Carmen Abela, en toda época fue una plaza señorial, con una talluda farola de largos brazos, señalando el centro lógico de su superficie, amplia y despejada. Eso fue antes, claro, de que los muchos que pasaron por el gobierno del municipio, empezaran, no sabemos por qué, a darle dentelladas, a reducirla a su mínima expresión. Un trozo de superficie que no sólo ya no es el de una plaza, sino que el cruzarla, entre mesas y veladores que la ocupan cuesta un mundo. Perdida en fin.
Se anuncia ahora su remodelación. Si se trata de devolverle su prístina prestancia, bienvenido sea el proyecto. Dios quiera que no haya intenciones de darle otra dentellada. Sería, desde luego, la definitiva.
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