Observamos, con la curiosidad con que nos llama la atención lo no habitual, en una de las consultas del ambulatorio, un pequeño mueble, una suerte de rinconera, con algunos anaqueles, y una docena escasa de mugrientos volúmenes. Casi tanto como la presencia de libros, en lugar donde nunca hubo más que chismorreos sobre achaques del cuerpo y discusiones sobre a quién lo toca la visita al galeno, sorprenden
-Mírelo
-Escógelo
-Lléveselo
-Léalo
-Disfrútelo
-Cuídelo
-Devuélvalo
-Traiga otro.
Un cuasi decálogo de meditadas indicaciones que si lo que trata de es de fomentar la lectura, no parece haber funcionado lo más mínimo, como de siglos viene ocurriendo, porque nadie echa una mirada, ni siquiera curiosa como la de uno, al despoblado mueble; porque las obras viven su su más desastrosa vejez, y porque, sin asaltar a nadie como de costumbre, los Testigos de Jevohá, por si cuela, ha colocado el único volumen de lustroso brillo que entre ellos milita. Con suerte, a lo mejor alguien, sin proselitismo por medio, alguien dadivoso los imita.
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