En el ardor del verano, más solitaria y acogedora que nunca se ofrece esta plaza de la ciudad, con tantos conventos y templos en su reducido ámbito como blancas viviendas guarda. Cada cierto tiempo, le adormecen a uno rumores de campanas, grandes y pequeñas, que sin alterar la gravedad y el silencio establecido, disputan comprobando la sonoridad y agudeza de sus metálicas voces. Rezuma paz, por doquier, el lugar, y más aún uno muy especial, abocado a un extremo del rectángulo de penumbras, verdor y luces que es la plaza: el Convento de las monjas Clarisas, con su jugosa mezcla de retiro secular que no cesa de proclamar su airosa torre, con algo de vigía y de afirmación de su identidad al caminante que la busca. Su entrada, nada más cruzar la sobria cancela, se diría que no es sino la de una vivienda andaluza más, de las muchas que con idéntica estructura adornaron con profusión, hoy ya menos, todo esta encumbrada meseta y a su laberinto de callejuelas, no menos complicado que en el que reinaba el mítico minotauro. Cuelgan flores tantas, gateando por los muros en un espacio tan parco, que se diría que en aquéllos tienen su raíces y no en las abundantes macetas que pueblan el suelo, pero a las que las flores y tallos no dejan ver.
Es día festivo. Siete u ocho personas asisten a la misa. Sin ser muchas, hay más monjas tras las rejas en las que se alza el altar que feligreses. En un atmósfera de otras épocas, de enclaustramiento y retiro que señalan profusas rejas, arriba y abajo, y el contraste de diminutas puertas de trabajosa salida, transcurre la misa. Al fondo, en una ventana inalcanzable, la visión tenue del mundo, al que, en penumbras señala la blancura de un patio y las encumbradas ramas de un árbol. En el acogedor silencio, son un murmullo apenas audible las plegarias del cura y gloria pura las voces de las profesas que piden sin desmayo por las múltiples cosas que hay que pedir. En esta paz intemporal casi se espera, como hace años, la rima deslumbrante de algún poeta, de algún lírico viajero, de algún seducido Rilke, inmortalizando la escena.
Es día festivo. Siete u ocho personas asisten a la misa. Sin ser muchas, hay más monjas tras las rejas en las que se alza el altar que feligreses. En un atmósfera de otras épocas, de enclaustramiento y retiro que señalan profusas rejas, arriba y abajo, y el contraste de diminutas puertas de trabajosa salida, transcurre la misa. Al fondo, en una ventana inalcanzable, la visión tenue del mundo, al que, en penumbras señala la blancura de un patio y las encumbradas ramas de un árbol. En el acogedor silencio, son un murmullo apenas audible las plegarias del cura y gloria pura las voces de las profesas que piden sin desmayo por las múltiples cosas que hay que pedir. En esta paz intemporal casi se espera, como hace años, la rima deslumbrante de algún poeta, de algún lírico viajero, de algún seducido Rilke, inmortalizando la escena.
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