Bajo la cierta premisa de que, por los siglos de los siglos, ni en remotas edades, ni ahora, hubo escondrijo, buhardilla, palatino suelo o humilde vivienda, donde el monarca de turno, con sus laureles y entorchados, no metiera las narices para trastocarlo y confundirlo todo, poco puede extrañar que un tal Octavio Augusto hasta el mismo establecido calendario llegara, y para no ser menos que otro de romana estirpe, de un plumazo pusiera su firma donde nunca estuvo y prolongara el mes hasta más allá de lo imaginado, añadiendo soles y lunas, quitándoselos a quien de antiguo le pertenecían.
Pero agosto, más que a ese nombre anejo a falsos dioses y fenecidas prosapias, creemos se aferra antes que nada a su agostar, una realidad que sin atarle a cambios que ya a nadie importa, le recuerda su inmarcesible destino, por estos meridionales lares, de quemar y arrasar cuanto a su paso encuentra, que en eso sí que no hay mudanzas que valgan, ni en las que, por fortuna, puedan intervenir para amoldarlas a su caprichoso aire, reyes o gobernantes.
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