Cuando tantos ingenios mecánicos no surcaban aún los cielos prediciendo certeros los cambios atmosféricos por llegar, la sabiduría popular, de antiguo, vaticinaba que lo peor del estío, sus ardores y brasas, tenían lugar con regularidad entre 15 y 15, de julio y agosto.
Algún crédito, desde luego nos merece tal predicción, aunque sólo sea por el lógico avance de los días, rodando imperturbables, ancestralmente, hacia otros más atemperados predios; y lo estamos comprobando hoy, en que el verano parece comenzar a recoger velas y que una templanza que puede que no sea definitiva, pero sí reveladora, arroja adormecedora agua a una hoguera en proceso de extinción. Y es que transporta en su seno este poniente revoltoso que hoy trota sin freno, avasallador por nuestras calles, como un preludio de esa mudanza que espera a la vuelta de la esquina.
En el mismo ejercicio de buscar un resquicio por donde colarse, debía andar, sin morada, o huyendo de algún ignoto depredador, ese abejorro que ha hecho casa de la nuestra y al que no hay manera de devolver a su lugar natural, que entendemos son los ilimitados espacios del mundo que ahí se asoma, lleno de verdor, aire y luz; pero no siempre el mundo es tan prometedor como imaginamos, y aquí anda esta pizca de negrura alada curioseándolo todo con ánimo conquistador, sin dejar de ronronear, como gato colmado de caricias y mimos, hasta que quiera, ya que poco daño hace, y eso es lo que importa.
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