A pretéritas épocas habrá que remontarse para revivir aquellos años en los que nuestra ciudad era un lugar desconocido en el conocimiento de la gente -no de la extranjera desde luego-, para lo bueno y para lo malo; esto último, era sobrevivir en un equilibrio de penurias motivado por la despreocupación y falta de juicio de quien como autoridad mayor regional o nacional, la tenía a su cargo. Lo bueno, mira por donde, que nadie viniera a dar nada, pero tampoco, como ignoto punto geográfico, a quitar nada. Un olvido mayúsculo, pero que envolvía nuestros tesoros naturales en un fanal protector que es lo que nunca debería faltarle.
Los términos han cambiado radicalmente hoy en día. Descubierto el tesoro por explotar a su manera y su fácil apropiación corrompiendo leyes, jueces, juntas, municipios o lo que haga falta, la voracidad de esta foránea curia de malversadores, por designarlos de alguna manera, no tiene fronteras ni medida, ante la pasividad, igualmente, de quienes con melifluas palabras quieren hacernos creer que la obra en cuestión, el proyecto en vías de ejecución, hará historia: una maravilla urbanística, nunca vista, la por llegar, que nos convertirá en los dueños de todo el turismo del mundo; que millones y millones de euros llenarán las arcas municipales, cuando poca duda queda de cuál será el destino de los caudales, y cuál el de ese desgraciado paraje; uno más, en una forma o en otra, en esa larga lista de destrozos, que ignominiosamente perderemos. ¿Paraje protegido? ¿Protegido de proteger, de cuidar, de defender con todo, hasta quedar sin aliento? ¡tururú, tururú! Una más de esas palabras que por aquí hace ya luengos años que ni tienen, ni nunca han tenido el más mínimo sentido, y que mucho tendrán que mudar las cosas para que la tenga, para que su ejercicio se adecue a la acepción del diccionario y no a ese otro, de engaños y tropelías que ellos, a su malévolo capricho, manejan.
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