Para períodos tan dilatados como suele ser un año y en épocas tan inciertas y procelosas como son las presentes, convendría, Zaide, no pedir el oro y el moro, y menos, como aguachirle a mano, venturas en abundancia, pensando que son fáciles de domeñar entelequias que sólo existen en el imaginario popular, bien enraizadas, pero de todo punto inalcanzables, como pudiera ser, más que otras, la pretendida felicidad. Tras ella, acechándola, persiguiéndola, se nos va la vida, sin cerciorarnos nunca, de que si aquélla es utópica, lo que más se le puede asemejar, lo tienes a tiro de piedra, a tu vera: primero, el amor de los tuyos, el calor de los amigos, la fatiga del trabajo y el reposo cuando este cesa; la risa que ahoga el llanto, el hambre y la sed saciada; luego, la amenidad de los campos, un recreo para el espíritu; el soberbio escenario de la naturaleza renovándose sin pausa, y en su proceso permitiéndote gozar de predios y collados, de mares y océanos, de florestas y prados, de la variedad de las estaciones, soberbias cada una en su esencia, y cómo no el enigma y grandiosidad de los cielos, del que cuelgan y bajan estrellas, lunas y luminarias, preciosa envoltura para nuestro mundo y una promesa de otros, que, por qué no, podrían estar aguardándonos; sobre todo para que cuando el infortunio se cuele por cualquier rendija de tu vida, que esta sea con todo llevadera, sólo lluvia vernal que no desbocado huracán..
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