A la espera de una lluvia que no acude, la ciudad se enclaustra encapotándose, cerrando horizontes, mostrando ahora sólo orondas laderas, ensimismándose, aislándose, como si atávicamente ya no estuviera sumida en un perenne sueño de altozanos y cumbres. Pero ni ofrecimientos, por más sugestivos y acogedores que estos parezcan ser, ni invocaciones ni plegarias a los dioses que la manejan son actos decisivos para responder a una llamada que día a día se está tornando en angustiosa.
No sé, Zaide, si para que el agua fluya, llenando otra vez cauces, reventando hontanares y permitiéndonos contemplar nuestras figuras estilizadas reflejadas en los charcos, tendremos que recurrir, como antaño, a procesiones y a sacar imágenes a las calles; por muy inútiles que todos esos gestos de fe popular resulten a la larga para una naturaleza hierática, sorda a lo que no sean sus propias e irreversibles leyes, que ella acciona a su capricho y no al nuestro, tan limitado e impotente siempre.
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