Agitan la ciudad en una tarde de rosadas y mórbidas nubes, fugitivos, volatineros, pausados a veces, pero peregrinos, como somos todos en la vida, tandas de auras y sones, estos de distinto fragor y permanencia. Por unos momentos, los diluye, sin ahogarlos, el cristalino, de tiple sonoridad de la campana de una espadaña, o así ha de ser por por la insistencia de su íntimo y enloquecido volteo, con una nota distinta a cada subida, a cada descenso, por muy sutil, concentrada, sin escape, que sea.
Han perdido tantas cosas las ciudades en estos postreros tiempos, devoradas por la codicia de unos cuantos, a la caza a toda costa de fáciles riquezas, que, Zaide, debemos alegrarnos que, todavía, como hace siglos, a su modo, las campanas, menudas y grandes, broncas o melodiosas, sigan aspirando a ser la voz de la ciudad y al igual que antaño, que no cejen, y avisen, recuerden, pidan, canten y lloren, en nombre de todos los que habitamos aquéllas.
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