Eso acontece en ocasiones con los desperezos de nuestra madre naturaleza, que se diría amodorrada en un plácido duermevela, y, de un tirón, sin decir oste ni moste, acude a un despertar pleno de malhumores y antiguos enfados, que precavida guarda para espabilarlos en momentos concretos.
Fue ayer, sin duda alguna, uno de ellos, ya que puso en escena, con su mejor artificio, tempestades y turbiones encadenados que no dejaban paso al menor respiro, de los que no se sabía qué más temer: si la fuerza avasalladora del agua o la de Eolo, soplando a insólita velocidad y energía.
Hoy que la calma ha vuelto a su mansedumbre anterior, cuesta trabajo pensar en la turbulencia de ayer. Con tantas embarradas hojas esparcidas a diestro y siniestro, y las ramas de los árboles cogidas en plena desnudez, lo que sí parece definitivo, un año más, es la fosa que ya acaba de abrir el calendario natural, apartando al otoño y dando la mano amiga que siempre se espera
al invierno. De eso, igualmente, puede dar testimonio el río, vocinglero ahora, como en sus mejores días, y tres buitres, que sin atreverse a descender a sus orillas, lo contemplaban con una inmovilidad de pintura, a la altura de los cielos.
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