Zaide, esos instantes de tarda transición, cuando el sol es una moneda áurea que rueda montañas abajo hasta perderse en su etéreo refugio, y las sombras amenazan pero todavía no son sino un quiero y no puedo, un esforzado intento nada más, tienen una solemnidad y una grandeza difícil de definir, salvo que, con la fuga del sol, un silencio venido de no sé donde, usurpa ese mágico espacio de claroscuros y fugaces lumbres avasallándolo todo. Callan los perros, ahogados en sus ladridos un rato antes, se diluyen los perfiles de la sierra, aun los más abruptos, y muy quedas y muy quedas, como un nimio latido del momento, suenan como de cristal las esquilas del ganado que, al igual que hace cientos de años, en miles de atardeceres, regresa a su rústica morada, en cualquier recogido lugar del campo. No hay estrellas todavía, sino una desmayada blancura, que parece impropia de la hora, porque, con todas sus veleidades, todavía es luz y no sombras. Cuando éstas, vestidas de un ropaje que es ya casi azul de agua del mar, arropadas por la augusta calma de la hora ganan espacio y densidad, todavía queda algo de la huella de un día, que ya no lo es.
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