Tras algún tiempo de ausencia, miré, Zaide, los muros de la ciudad mía, aquella donde me crié y donde, fascinado por su delicada belleza, tan ilusionado viví. La contemplé a mis anchas, como lo hacía siempre, con la mirada y con el alma, con maternal ternura, como se han de mirar las cosas que se aman; pero, ¡ay!, esa no era ya la misma ciudad de mi infancia y adolescencia; que otras burdas construcciones y nefastas mudanzas habían venido a empañar armonía y perfección, al medido, ancestral y venerado paso de civilizaciones, imperando desde remotos tiempos, con una huella que imaginábamos perenne, indeleble, en cada calle, en cada casa, en cada dintel, en cada ventruda reja y balconada y aun en la inefable atmósfera que todo lo envuelve con su cálido seno, cuando hay algo que se merece ser guardado, y que despavorida huye cuando no lo hay.
Donde hubo templos, solo ruinas hallé; donde inexpugnables castillos, mercantiles puestos, arrasando contrafuertes y ahogando parajes sin edades ni similitud con cualquiera otros; donde fértiles huertas, paredones se alzaban de almacenes; donde murallas indestructibles, pabellones para diversiones que solo durarían lo que una ola que aleja la marea, donde acogedores recintos, toscos ladrillos con nombre de teatro, ciertamente, una meditada y horrenda pesadilla de torpes mentes gobernantes.
Si alguna vez, tu ambición o deseo, amigo Zaide, te encumbra a puestos de gobiernos, no desprecies al pueblo que ama a su ciudad más que nada y no quiere verla desfigurada, so pretexto de un espúreo embellecer y ocupaciones para todos lo que carecen de ella; que engañosos ardides son, que no es otra cosa sino el devastador paso del dinero, minando voluntades a diestro y a siniestro. Que miles de maldiciones, como la mía y como la de mis congéneres no te persigan y te humillen, con razón, el resto de tu vida si llegado el caso así tan mal obrares.
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