Aquí en el campo, Zaide, con las montañas tan próximas, como un peldaño a mano para escalar los cielos, no menos cercanos, se observan cosas dignas de citarse. Entre ellas, ese ejército de encinas, una tras otra, en ordenada formación, al duradero respingo del toque de corneta de un gallo insomne, se ha puesto en marcha, muy de mañana, antes de que irrumpa con fuerza el sol avasallador de todos los días. Su meta de hoy, escalar ese túrgido collado, con figura de enorme mascarón de proa de su navío de rocas.
Vista la dificultad del empeño, ataca procurándose mañas y ardides, como puede ser la de subir por la diminuta cañada, entre colina y colina, evitando pendientes más empinadas y la humana huella de unos cortijos a punto de despeñarse; luego, por la falda de una oblonga meseta, un respiro entre un agobio de peñascos. Al postrer estirón, el más arriesgado y peligroso, solo llegan dos o tres de los más osados ejemplares, pero enflaquecidos por la agotadora ascensión, en la que han perdido gran parte de su frondosidad y vigor. Toda una hazaña en cualquier caso, un acto de voluntad del que ya nos gustaría alardear de vez en cuando a nosotros.
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