A algo que dificilmente nos habituaremos los de más edad, es a trocar kindles y similares por los libros de toda la vida. Han sido muchas las horas que nos han ocupado en el grato ejercicio de pasar sus paginas, que más de una vez levantaban la brisa en cualquier lugar y tiempo, tal si avisara que esa lectura interrumpida a capricho, para no dejar todo el gozo para un momento, nos estaba aguardando, paciente de nuevo, para volver a interesarnos o a emocionarnos, prendidos en el color del papel, ajado, intemporal, manchado o bien oliendo a nuevo, como para que ese descendiente espurio y virtual nos seduzca lo más mínimo. Su facilidad de adquisición, nos parece, no es mas que un inconveniente añadido a su lectura. El que nunca ha leído no lo hará ahora por muy a su alcance y muy gratis que una obra aparezca en el cristal de su fabulador objeto.
¿Y qué pasará, nos preguntamos, con el auge, si es que llega, de las líneas instaladas sobre el cristal, con esas dedicatorias escritas a vuela pluma por los autores, que se guardan como un tesoro, con el recuerdo de haber estado un día cerca del creador del libro, formando en alguna forma, parte de él, en su más inmediato comienzo?
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