Esa roca de cima mordida y rala arboleda que es San Cristóbal, no sólo es una figura de netos perfiles en el horizonte de cintas redondas, montunas, de nuestra geografía serrana sino que, mayormente, ha tomado a su cargo, desde ancestrales y nebulosos tiempos, la infatigable tarea de asumir ser pregonero solícito, madrugador e inequívoco de nuestros días de lluvia. Todavía, en mi lejana infancia, cuando nadie tenía noticias de ello, recuerdo cómo embobada la clase atendía a las explicaciones de un sabio profesor que nos contaba que Grazalema era el lugar donde más llovía de España; no, como pensábamos y decían nuestros enciclopedias, en el lejano norte de nuestra patria, ni siquiera en la céltica Galicia a la que imaginábamos en perpetua inundación de aguas celestiales, noche y día, día y noche, tal diluvio bíblico.
Lo que no nos dijo el instruido profesor entonces, era que la mágica altura que daba el pecho a Grazalema, era, a la vez, para los que vivíamos a unas leguas de distancia, un sapientísimo instrumento de impoluta fiabilidad cuando de avizorar turbiones, de presagiarlos con horas de anticipación, se trataba. Algo más que agradecer a nuestra querida Grazalema, a la que tanto envidiamos, porque para lo bueno, ni siquiera los años, que todo lo parecen mudar, han dado al traste con sus calles floridas, enrejadas, fascinantes, de una Andalucía de siglos, que no quiere ceder; algo que cada día parece alejarse más de nuestra ciudad, en la que sí son frecuentes funestos cambios, cuando antaño en urbanismo, una era fiel y radiante espejo de la otra; y que no nos alcancen los que se avecinan, que vienen bien recomendados y con pródigo dinero para el reparto.
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