Coleccionamos tarjetas de crédito en nuestras carteras de bolsillo, como en la añorada de colegial de nuestra infancia cromos de artistas y de peloteros. Entre ambas carteras no creo que exista más relación que la propia de cada edad y la sentimental de nuestra transformación de niños en adultos. En cualquier caso, es curioso que en la que señala ya nuestra pertenencia al prosaico universo de las responsabilidades y obligaciones ineludibles, brille hoy menos que nunca el dinero en papel que destinábamos a los gastos diarios o a los imprevistos que podían surgirnos. Y es que las tarjetas crediticias se van apoderando lentamente del papel que desempeñaba aquél y de sus funciones.
Ser dueño de una tarjeta nos proporciona la falsa ilusión de ser también un poco el amo de un mundo tan falso como peligroso, en el que todo se nos ofrece por nada, que todo está a nuestro alcance, con una firma, un número, y a veces sin eso. Una tentación grande y un olvido momentáneo, en el que nos cuesta pensar, del pago que nos espera a unas semanas vista, es maquiavélica actividad que manejan las entidades crediticias, muy extendida hoy a otras empresas, conociendo la debilidad de nuestras fuerzas incapaces de resistir la menor tentación despilfarradora.
Para creernos alguien, sin considerar que seguimos siendo poco, llenamos nuestras carteras de tarjetas de crédito, una larga lista, para usar una o ninguna, una vez que despertamos de nuestro sueño de ficticios magnates de una riqueza que no nos pertenece. Por suerte, andamos bastante alejados de esos políticos que tanto abundan hoy, que sí que pueden con toda razón considerarse amos del mundo, acumulando en su tarjeta un crédito sin mesura del que ni tendrán que responder, ni del que nadie le pedirá cuentas, a no ser una adormecida conciencia.
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