Por aquí andamos de festivo y la mañana afanada, sin demasiado interés, en meter un vuelco a la rutina de unos días espléndidos, pero que, en rigor, dicen muy poco de las fechas en que estamos. En ese encaje de transiciones y retrocesos a que se aboca el cambio atmosférico, los cielos, a ratos pardos, a ratos azules, son un muestrario de geometría, en la que ellos ponen el color y las nubes el centenar de figuras, ortodoxas unas, irreales, oníricas las más.
La brisa, en cambio, por los alrededores del Puente, sí que recuerda a la de los inviernos de antaño y su volatinera frialdad a su paso fustiga sin piedad nuestros rostros sin ninguna protección. Tantas veces hemos cruzado de niño, camino del colegio, este espacio que limita por sendos lados su carcomido pretil hasta darse de bruces con Santo Domingo y las arcadas de Armiñán, que, rememorando aquellos días, damos rienda a un júbilo que nos llena el espíritu de una paz redentora, que si perturba el ánimo es para ennoblecerlo, apabullando hasta expulsarla a cualquier animosidad, a cualquier indignación de la que los tiempos cada día, cada hora, cada momento, nos procura.
En rotundo mentís a ese invierno que tan pausadamente se avecina, se halla el esplendor de los almendros, rosadas aureolas de floración cada vez más temprana. Más allá de los que se desploman por la caída del Campillo, otros cercanos a las balconadas de la Alameda, minoritarios pero grandiosos, en pleno vértigo, oteando los molinos, se acompañan en alborozada armonía de un edén de gualdas florecillas y de vetustas chumberas, sin espinas ni frutos, pero con un verdor que en nada desmerece en ese huerto encantado al que todos se agarran.
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