Ya no amaga y despierta un hasta ahora dormido enero, temeroso de que su tiempo se esfume sin dar señales de vida. Recobra su esencia y nos fustiga despiadado y certero con sus armas de siempre: vientos gélidos, días sin sol y las primeras nieves en las montañas. En la misma medida, nuestro ánimo se encoge y recula añorando la bonanza de pasados días; esos que nos hicieron soñar con que el invierno este año no vendría, olvidando estos parajes, o, al menos, que sus furores serían fugaces rabietas y no interminable descarga de acervos humores.
Necesario, como en tantas cosas, será, recobrado un poco nuestro pazguato espíritu del miedo a los rigores invernales, hacer acopio de energías para sin temerarios despilfarros dar la cara a lo que descargue, que nunca hasta el presente, más crudos o más benignos, faltaron los inviernos. Son otras catástrofes, otros inviernos que han dejado de ser pasajeros, los que deben darnos verdadero pavor: los del hambre, las enfermedades o las guerras.
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